21.12.05

La invención de Borel














Cuando el domingo 27 de noviembre de 1995 el Comando Militar del Este abandonó el centro operativo que había montado en la cima del Morro de Borel, los medios más influyentes de Brasil difundieron una sensación de triunfo. Por su fama de bastión inexpugnable, el sector se había convertido en una de las asignaturas pendientes de la Operación Río. Es que en el arbolado macizo que le da la espalda a Tijuca se disputan el poder narco los fusileros de dos bandas de 100 combatientes cada una. A su vez, éstas se turnan para sofocar la lluvia de fuego que reciben del vecino Morro de Casa Branca, ocupado por la cuadrilla de 300 hombres de Claudinho da Conceicao, tercer aspirante a dominar el tráfico en el área. Los 40 mil habitantes del Borel, encerrados en el laberinto sin escapatoria de las favelas, son como cobayos de un atroz experimento político militar. Sus preguntas sin respuesta retumban de morro en morro como el eco de las balas perdidas, que ahora guardan un silencio provisorio.
Al fin, el santuario regenteado por Julio Pie de Pato y Antonio Carlos dos Santos -jefes de sendas facciones que invocan el nombre del Comando Vermelho- fue cercado durante cuatro días por dos mil militares que contaron con el apoyo de un compacto formado por blindados, helicópteros y aviones. Las tropas fueron encabezadas por el propio general Roberto Cámara Senna, comandante máximo de la Operación. La prensa carioca informó hasta el aburrimiento que una bala errante le pasó raspando. Pero pocos medios locales titularon con el magro saldo del operativo: tras algunas escaramuzas, fueron detenidos 26 sospechosos de mantener relaciones promiscuas con el narcotráfico, se secuestraron algunos rifles y fusiles y cuatro kilos de cocaína. El colofón del asalto, y primera demostración pública de superioridad militar, fue reemplazar una gran cruz de madera “que simbolizaba el Comando Vermelho” por una bandera brasileña. En realidad, el crucifijo había sido colocado en 1979 por un misionero católico sin otro ánimo que evangelizar.
Más impacto causó el testimonio de los pobladores que denunciaron haber sido sometidos a torturas en la Iglesia San Sebastián, utilizada como base por el Ejército mientras peinaba las favelas en busca de armas y tildaba con yeso las casas requisadas. A pocos días del espectacular despliegue militar, La Prensa recorrió las zonas más conflictivas del Borel y comprobó que el poder narco sigue siendo dueño y señor de la región. Varios favelados -incluso aquellos que mantienen algún grado de compromiso con las cuadrillas- confiesan que no habían perdido la esperanza de que el Ejército consiguiera desarmarlas. “Pero torturaron a mucha gente que no tenía nada que ver... ¡y aunque lo tuviera! Hay lugares donde le perdimos el miedo a las bandas porque antes de guerrear pegan algunos tiros para que nos metamos en las casas. Ahora estamos peor”, confió Isabel, una monja carmelita que asiste a los pobres desde hace diez años.

INFIERNO CON VISTA AL PARAISO

Abajo, en las estribaciones del Borel, sólo había policías del Batallón de Operaciones Especiales (Bope) con sus espaldas adheridas a los muros. El fruto prohibido estaba cuesta arriba, donde se refugian las cuadrillas. La única garantía para entrar sin arriesgar mucho el pellejo era José Iván, presidente de la Asociación de Moradores. La condición era internarse acompañando a los cronistas del Jornal do Brasil, diario que -dicho sea de paso- apoyó abiertamente la intervención militar. “No es una compañía tranquilizadora -concedió Iván-, pero como ustedes son de un medio extranjero, nos respetarán”. Aún así, inquietaba saber que los narco son buenos lectores de las crónicas que protagonizan.
Chacra del Cielo es el paraje poblado más alto del morro. En un sentido, la vista es maravillosa. La Bahía de Guanabara, el puente que une Río con Niteroi, las playas doradas de Copacabana. En otro, dantesco: la hasta no hace mucho olvidada realidad de los que viven como pueden en los miserables márgenes de una ciudad que, allá abajo, rinde culto a la desmesura e hizo de la elefantiasis un estilo arquitectónico.
Si la primera impresión es lo que cuenta, la recepción fue prometedora. En medio de una nube de tierra naranja, una decena de pixotes corría detrás de una pelota. La llegada foránea disipó la polvareda, y los rapazes -de distintas edades e idénticos a sí mismos- mostraron sus caras oscuras y desconfiadas. Uno de ellos guió a La Prensa hasta los jóvenes que dijeron haber sido torturados. Los tres más golpeados denunciaron haber recibido shocks eléctricos en las heridas, en el cuello y bajo las uñas, pero ahora estaban internados. Los otros no mostraban moretones “porque nos metieron las partes bajo el agua para que no queden marcas''. Un vecino sin nombre acusó por lo bajo: “No les crea. Se hacen las víctimas porque quieren que se vayan los militares. Son delincuentes, pertenecen a las cuadrillas”. ¿A quién creer? El político de Borel puso cara de conocer la verdad. “Pero tienen que entender mi situación. Mi vida pende de un hilo”. Ese mismo día, el Comando del Este había conseguido autorización para intervenir los teléfonos de los líderes comunitarios. “El 80 por ciento está ligado al narcotráfico. Quien no colabora con el negocio de las drogas, muere”, sentenció un oficial, acaso anunciando quiénes serán las próximas presas de la cacería.

LA HORA DEL TERROR

Cuando efectivos del Ejército y la Policía Militar estuvieron allí, impusieron el toque de queda a partir de las 20 horas. “Es que por la noche todos los gatos son pardos”, había explicado el coronel Luis Cesario, portavoz del Comando del Este. Durante esos días, nadie podía salir ni entrar. Ahora, el horario de alerta es el mismo. Pero lo fijan los gerentes del narcotráfico. Y solo rige para los visitantes no invitados.
El sol había caído y las nubes eran un manchón de acuarela gris que desteñía el manto boscoso de los morros. “Hay que irse; se agotó el plazo de seguridad”, ordenó Iván. “Ya se pone en marcha el sistema y no permiten que se vea su funcionamiento”. El rostro del líder de la comunidad es tan seco e inexpresivo como un terrón del Pan de Azúcar. Pero cuando dijo que el tiempo se había terminado, por su frente se deslizó una persuasiva, delatora gotita de sudor. Leni Silles, guía e intérprete de BTR, la única agencia de Río que incluyó en sus turs rondas nocturnas de alto riesgo, insistía en quedarse. “Vaya con Iemanjá, que luego bajamos a pie”, dijo. Iván miró al cronista y giró su índice en la sien. “A las 20 superamos el horario máximo”. Eran las 21. “Si se quedan, están muertos”. Ni falta que hacía, pero quiso ser más gráfico y llevó a La Prensa hasta el borde de un precipicio. La enorme sigla T.C. se calaba en la roca donde nuestros pies intentaban afirmarse. “Este sector es del Tercer Comando. Si se asoman, el Comando Vermelho les vuela la cabeza. De abajo tiran con FAL, y les aseguro que, en lo oscuro, su puntería mejora”.
El volswagen azul del líder de los pobladores comenzó a bajar por el camino empedrado como un caracol asustado. Iván saludaba ostentosamente a los olheiros (campanas) que cumplían a rajatabla con su trabajo de estatuas vigilantes. El saludo sin eco reforzaba la sensación de soledad. “Si ponen música funky y la letra habla de la vida en las favelas, no hay problema”, aclaró. Pero desde un grabador se oía la marcha del CV. “Eso quiere decir que estamos en problemas”. Hasta entonces, la presencia narco era una amenaza invisible.
A mitad de camino, el coche de los cronistas del JB se detuvo. Iván soltó un juramento envenenado y frenó para socorrerlos. En ese instante, un centinela surgió como una sombra desencarnada de la oscuridad. Tenía una gorra con el emblema rojinegro del Flamengo y no más de 16 años. “Es un soldado del Comando Vermelho”, balbuceó Iván. Sus bracitos nerviosos e inestables sostenían un fusil AR-15, en su cuerpo se cruzaba una pesada guirnalda de municiones y su mirada no era temeraria sino temerosa. El político bajó del auto y trató de borrarle el gesto con una palmada cómplice. La valerosa intérprete de La Prensa clavó sus uñas en el hombro del cronista y le gritó al joven: “Deicha-nos continuar. Tudo bem, tudo bem, estamos com voces”. El pequeño guerrillero de intramuros aún no parecía convencido. José Iván tomó su arma prestada, elogió su calidad y jugó a que le disparaba a los cronistas del JB.
“Bang, bang”. La onomatopeya sonó con un realismo estremecedor. El narquito sonrió con ganas. Iván luego explicó que el simulacro, respetuoso del lenguaje interno, fue el salvoconducto que ahora permite contar el cuento. “Nadie sabe lo que pasa por la cabeza de un drogón asustado, menos si está armado”. Y asestó: “Lo que sí sé es que sólo ascienden cuando se muestran dispuestos a matar”.
La imagen de esa sombra regresando a la oscuridad pudo ser tanto la de un miliciano rojo como la de un fantasma de verdad. Pero para los políticos que negocian, para los pastores que rezan, para los militares que torturan, para los jueces que miran, para los sociólogos que explican, para los policías que arreglan, para los favelados que temen, ellos son de carne y hueso y pertenecen a este tiempo, a este lugar. Que nada ni nadie los mueve de sus madrigueras impenetrables. Porque el negocio, aunque pequeño, es rendidor, y los pequeños combatientes de la miseria armada saben que su destino es morir antes de los 25 años. Porque, lejos de allí, en sitios más confortables que el corazón de la floresta, el negocio grande continúa.
Alejandro Agostinelli
[Primera publicación: Diario La Prensa, diciembre de 1995]